
Fue un Abogado, catedrático excepcional de Derecho Constitucional en la Facultad de Derecho y en la de Economía, de Derecho Público. Los reconocimientos académicos que recibió sobre el final de su vida indican su excepcionalidad. También fue, y aunque pueda parecernos incompatible, un Profesor de Matemática, egresado del IPA, que casi no ejerció esta profesión. Y, nos contaban, que tocaba hermosamente el violoncelo pero que debió abandonar esta vocación por problemas de tiempo.
¿Quién fue para nosotros, destituidos de la dictadura, Horacio Cassinelli? Entre 1974 y 1985 fue nuestro defensor, nuestra tabla de salvataje, nuestra esperanza.
Los destituidos del Interior, nos contactábamos con él por teléfono. Seguramente que algún otro “caído en desgracia” de la dictadura nos había pasado el dato y llegábamos a nuestra entrevista en un enorme apartamento de calle 18 de julio, cercano a la Universidad. Parecía tan enorme como la cantidad de expedientes que, en el desorden más total y más ordenado que he visto en mi vida, lo esperaban en los brazos de unos señoriales sillones, entre todos los estantes de una pared biblioteca tapada de libros, en montoncitos sobre la gran alfombra o – a alguno le tenía que corresponder ese lugar-, sobre un escritorio. En ese gran salón esperábamos con simpatía y cambiantes esperanzas. Siempre estaba trabajando. Veíamos cómo él aparecía desde la habitación contigua, un escritorio separado por una puerta de vidrio, se dirigía agachadito y veloz hacia uno de aquellos puntos, tomaba una de esas historias de trabajo interrumpidas, sin equivocarse ya que se orientaba con puntería total en aquel mundo de papeles aparentemente idénticos, tomaba uno, lo hojeaba muy cerca de sus lentes y, con la misma velocidad y sonrisa esbozada, volvía al escritorio base.
Quizá recién entonces comprendíamos lo que había pasado en aquella casa: Los expedientes la habían ido tomando –cubrían también mesas y sillas de un pasillo que comunicaba con habitaciones interiores a medida que habían ido desbordando el escritorio original, donde él atendía. Sin embargo, aquellas fojas de papeles encarpetados no tenían la frialdad y la lejanía que ante otros archivos se experimenta. Era como si fueran presencias de personas; con la misma cordialidad y afecto eran tratados.
De las tres veces que fui, siempre me correspondió pasar al “recinto más sagrado de todos” juntos a dos o tres compañeros y nunca pudimos sentarnos todos porque este recinto –que tenía mucho de santuario -, estaba tapìzado de expedientes. Él nos citaba en grupos unificando circunstancias similares en la causa de la destitución: liceo, fecha, director. Causal, no creo, porque no existía en ningún caso una verdadera causa jurídica.
La primera vez que tomó mi expediente y leyó, Mirta Ana López Lema, levantó sus ojitos miopes y preguntó: ¿Prima hermana de Edmundo Chavarría Lema? Cosa que me dejó admirada y pronta para darle un aviso a mi primo que ya estaba en Buenos Aires, trabajando y recomponiendo su vida. Esta velocidad infernal en sus “conexiones” mentales se daba a todos los niveles. Desde éste, de observación primaria, hasta las más profundas reflexiones sobre Derecho -que a veces nos superaba- e injusticias dictatoriales.
En aquel apartamento de calle 18 de julio se encontraban docentes –no recuerdo ahora por qué siempre solo encontraba docentes -, de todo el país y de todos los niveles: maestros, profesores de secundaria o universitarios. Igualmente, administrativos de todos los escalafones. Alguno de ellos, de impresionante presencia nos deleitó y admiró con su conversación en la casi siempre larga espera. Eran profesores de riquísima trayectoria, que habían sufrido la destitución cuando ya estaban cercanos a su retiro. Hoy me pregunto cómo habrán sobrellevado la pérdida de su trabajo, de su dignidad, de sus ingresos.
Cassinelli sabía que trataba con gente muy lastimada. Nos trataba con su profesionalismo lejano, su humor descollante y toda su paciencia. Una paciencia que casi nunca parece convivir con una inteligencia rutilante y una mente tan llena de datos. Una paciencia que le permitió esperar, junto a nosotros aunque ya no nos viéramos, hasta los últimos tiempos de la dictadura. Porque llegó un punto que todos los “procesos” se detuvieron frente a la brutalidad, la ignorancia y la prepotencia.
El último recuerdo quizá no debiera ser mencionado pero es de justicia. Yo no conocí ningún destituido al que Horacio Cassinelli le hubiera cobrado sus honorarios o mínimamente algo de lo que había trabajado. En mi caso personal, luego de recompuesta mi carrera docente, luego de varios años después de la restitución en 1985, con sencillez y mesura sorprendente, cumplió con este paso de su tarea. La inmensa mayoría de nosotros nos habíamos amparado en su defensa porque sabíamos que su elección era la de no cobrar por su trabajo hasta que ganara los juicios.
– “¿Los honorarios, doctor?”
– “Más adelante. Cuando terminemos”.
Sabedor de que no hubiéramos podido recompensar ni lejanamente su tarea y sus riesgos. Por lo tanto, durante unos diez u once años, hasta el retorno de la legalidad, mantuvo su tesitura.
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¿Fue él un destituido? `En una entrevista que le realiza el diario La República, en el año 2009, Cassinelli Muñoz explica la suerte que corrió durante la dictadura militar, cuando el régimen destituía a los docentes de la Facultad por “omisión e ineptitud” y los hacían firmar una declaración jurada que aseguraba que no pertenecían a ninguna organización antinacional: “En vez de destituirme, no me reeligieron. Ante el sumariante repetí el texto de la declaración jurada, porque yo no había pertenecido a ninguna organización disuelta por el Poder Ejecutivo que fuera antinacional (sonríe). Entonces, ya tenían impresos a mimeógrafo los informes para destituirme con resolución de sumario, pero los obligué a buscar otro camino para deshacerse de mí”.